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Hay distintas especies de mentiras. La más común es la de quienes, aun sabiendo o creyendo saber cómo son las cosas, por alguna razón dicen a sabiendas lo contrario o niegan siquiera parcialmente lo que saben que es cierto. Es lo que ocurre en el perjurio, que se castiga como delito por este motivo, pero también de forma más inocente cada vez que tenemos que justificarnos por un comportamiento que se nos reprocha.

La mentira que nos ocupa desde hace casi tres años no adopta esta forma. Es más bien la mentira de quien ha perdido la distinción entre las palabras y las cosas, entre las noticias y los hechos, y por tanto ya no puede saber si miente, porque para él ha desaparecido todo criterio posible de verdad. Lo que dicen los medios de comunicación no es verdad porque corresponda a la realidad, sino porque su discurso ha sustituido a la realidad. La correspondencia entre el lenguaje y el mundo, en la que antes se basaba la verdad, simplemente ya no es posible, porque ambos se han convertido en uno, el lenguaje es el mundo, las noticias son la realidad.

Sólo así se explica que la mentira no necesite hacerse verosímil y no oculte en modo alguno lo que para quienes aún se adhieren al antiguo régimen de la verdad aparece como una falsedad evidente. Así, durante la pandemia, los medios de comunicación y los organismos oficiales nunca negaron que las cifras de mortalidad que declaraban se referían a los fallecidos positivos, independientemente de la causa real de la muerte. A pesar de ello, eran evidentemente falsas, pero se aceptaron como ciertas. Del mismo modo, hoy nadie niega que Rusia ha conquistado y anexionado el veinte por ciento del territorio ucraniano, sin el cual la economía ucraniana es incapaz de sobrevivir; y, sin embargo, las noticias sólo hablan de la victoria de Zelensky y de la inevitable derrota de Putin (en las noticias, la guerra es entre dos personas, no entre dos ejércitos).

La cuestión en este punto es cuánto puede durar una mentira así. Es probable que tarde o temprano uno simplemente la abandone, e inmediatamente la sustituya por una nueva mentira, y así sucesivamente, pero no indefinidamente, porque la realidad que uno ya no quería ver acabará presentándose para exigir sus razones, aunque al precio de catástrofes y desastres nada desdeñables, que serán difíciles de evitar, si no imposibles.

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