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Por Marlene Vega y Álvaro Cruz

En un mundo donde las pantallas se han convertido en extensiones de nuestra propia imagen, la línea entre compartir y ostentar se difumina peligrosamente. ¿Cuántas veces nos hemos encontrado navegando por perfiles ajenos, desfiladeros virtuales de logros, viajes exóticos y posesiones envidiables? La pregunta resuena con una insistente curiosidad: ¿qué necesidad profunda impulsa este afán por mostrar al mundo lo que se tiene?

Quizás, en la raíz de esta prepotencia silenciosa, se encuentre una búsqueda intrínseca de validación. En una sociedad que a menudo equipara el éxito con la acumulación material, exhibir nuestros logros se convierte en un intento, a veces desesperado, por obtener una palmada en la espalda virtual, un reconocimiento que nos haga sentir valiosos. El nuevo coche, el bolso de diseñador, las vacaciones en un destino paradisíaco se transforman en trofeos de una batalla personal por la aceptación.

Pero, detengámonos un instante a reflexionar sobre el eco que dejan estas demostraciones. ¿Generan admiración genuina o, en cambio, una punzada de envidia o frustración en quienes las observan? ¿Construimos puentes de conexión auténtica o levantamos muros invisibles de comparación?

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Es innegable que el progreso y el esfuerzo merecen ser celebrados. Sin embargo, cuando la línea se cruza y la exhibición se convierte en una necesidad constante de reafirmación, corremos el riesgo de perder de vista lo esencial. La verdadera riqueza reside en las experiencias vividas, en las conexiones humanas profundas, en el conocimiento adquirido y en la paz interior, tesoros que rara vez se pueden capturar en una fotografía o cuantificar en una etiqueta de precio.

Pensemos en esas conversaciones sinceras, en las risas compartidas con seres queridos, en la satisfacción de superar un desafío personal. ¿Acaso esos momentos trascendentales necesitan ser documentados y expuestos para adquirir valor? La autenticidad y la alegría genuina irradian desde adentro, sin necesidad de un escaparate virtual.

La prepotencia de mostrar lo que se tiene a menudo esconde una inseguridad subyacente, un vacío que se intenta llenar con la aprobación externa. Es un diálogo silencioso con el mundo que dice: «Mírame, esto es lo que poseo, por lo tanto, esto es lo que valgo». Pero, ¿qué sucede cuando las luces de las redes sociales se apagan? ¿Qué queda cuando el último «me gusta» se desvanece?

Quizás ha llegado el momento de cambiar el enfoque, de dirigir la mirada hacia adentro y cultivar una valoración personal que no dependa de la mirada ajena. En lugar de buscar deslumbrar, podríamos intentar inspirar a través de la humildad, la empatía y la autenticidad. La verdadera grandeza no se mide en lo que se muestra, sino en la huella que dejamos en el corazón de los demás.

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